Salmo Negro


Monólogo de Javier Moreno
Inspirado en “Viaje al amanecer” de Mariano Picón Salas.

- ¿Las cosas que yo sé? No, señor, no tiene por qué saberlas todo el mundo. Son como piedras brillantes que estuve recogiendo en el camino hacia acá. Desde donde yo vengo, del monte. Sólo yo he hecho ese camino, y por eso..., por eso. Dificulto que alguien más tenga lo que yo tengo, sepa lo que yo sé. (ESCUCHA LA SUPUESTA RÉPLICA)

- Totalmente de acuerdo, pero a usted le toca el saber así grandote, un saber de mucho mundo que se va estampando en los títulos y en las honorificaciones. Que no es ni de lejos lo que me toca a mí. Y su gente de usted y usted mismo lo ven muy bien. “Hay que saber de todo”. No importa que la mayor parte de lo sabido no le sea de ningún uso.

- Perdón, no lo quise ofender. Yo nada más sé lo que necesito. Y nada más lo sabe la gente que como yo ha arrastrado una vida dura. Lo que me ha sacado de angosturas cuando he tenido que apretar las costillas para que el muro de la adversidad no me lleve el tajo. Parezco un privado. Fácil no ha sido. Porque usted me ve aquí, casi un jardinero. Desbroza el patio, tala que tala ese bendito cuadro de terreno, dispone un conuco, mantiene las clavellinas, hazme una zanja, estación tras estación, año a año. Porque ahora me queda un tiempito para echarme a soñar en una hilosa hamaca, tejiendo y destejiendo una hebra de la realidad, la que me toca a mí.

- Pero eso es ahora, recién. Hubo un tiempo en que no me daba abasto, y las cosas del mundo me tenían alcanzado. Ya no es cosa de que usted me piense flojo. Yo sé que hasta cariño me tendrá... y hasta un poco de envidia. Bueno, eso está mal que yo lo diga.

- Usted metido en libros y cuentas el santo día. Los ojos clavados en signos y garabatos que tatúa la imprenta. Escarbando por aquí, por allá... Cumple un horario de ánima en pena, puntual, obligante. Que si el desayuno, bañadito por la mañana, que si formal, tras un escritorio o en un pupitre de contador, metiendo la barriga, reconcentrado, distante; más la atención en asuntos de lejos, en hazañas imposibles de gente que no existe, que en el bocado escueto, señero, del almuerzo. Una caminata aburridora antes del bizcocho y el café. Y luego la noche, de “paltau” y corbata, permitiéndose un comentario dolorido porque las guerras de ultramar, porque los pobres de Abisinia, porque la Reina Madre prohiíbe; el suicidio de tal, el descubrimiento de cual, la cárcel... Un recuerdo entre labios para el gobierno triste y otra vez al día siguiente.

- Todo ordenadito, todo riguroso, que esta conversa conmigo parece su único rato de ocio.!Y todavía quiere seguir aprendiendo de mí las cosas que yo tengo que saber de apuro!
No, qué va, no le voy a decir de nada. Ése es mi misterio, ministerio y mi poder.

- Cuando yo era carricito, de milagro quedé vivo. Mi mamá tuvo catorce y sólo cuatro llegaron a mayores. Fíjese que yo era curiosos, silvestre como un bicho del monte, ingenuote, intranquilo,... Es la necesidad que siempre nos tuvo alcanzados. Curados de maleficios y enfermedades gracias a tres ramas y un rezo. Un maldeojo, una diarrea, un escorbuto que tumba los dientes y enfiebra. En la época, la fiebre amarilla, y el hambre hereje. Y uno sacándole el cuerpo, y uno, sin saber, toreando aquellas desgracias, con el ojo fijo, y el cerebro sorbido en sacar una buena parte, la que fuera y esquivar los costos. Porque todo en la vida tiene su precio. Ni una letra, eso sí. Colgando, como los monos, de las ramas del mundo.

- Y eso debe ser lo que presumen los animales. Un rumor, un ruido entre las hojas, un malestar que viene de lejos y que lo sorprende a uno porque se manifiesta entre los semejantes y hace que se descuelguen como frutos maduros y se maguyen cayendo.

- Pero yo no era un maguyao. Apenas ahora me falta un dedo. Éste. (MUESTRA UN DEDO QUE NO EXISTE) Y pensar que por esa tontería lo llaman a uno mocho. Yo no era maguyao, porque por la misma curiosidad y una inquietud de saltibanqui, me escurrí siempre de eso que se agitaba desde lontananza y que asaltaba a los más conformes y a los resignados, los que se rinden.

- La única vez que me quedé adormilado, una ocasión en toda una vida no es pecado, es un destino para los de abajo, me costó ese dedo. Es una debilidad, si pasas el día resolviendo, si pasas la vida en la maraña, llevándote por medio dificultad y ventaja, sin sistema, sin plan, sin estrategia. Como la danta, abriendo atajos, sin ver para los lados. Alerta que no te brinque un tio tigre y te coma. Un salvaje, una trampa... La existencia es un atajo, un recoveco para no hacer el camino como está trazado. El camino de los pobres que pasa por el padecimiento. Uno, escapado, resuelto, engolillado...

- Mi mama era una mestiza hercúlea, la que todo lo daba, la humanidad generosa, la piel parda, los brazos fuertes, el ojo negro, brillante, malicioso de india sabihonda. La madre. Y con los años era dura como la corteza de los árboles y anciana a una edad en que las señoritas de ciudad ahora es que van a buscar novios. Y renqueaba de la cadera y terminó hacinada en un rincón esperando callada una muerte tan segura que a todos nos asustaba. Muerte irremediable como un gigante, como un cerro que se acerca aunque corramos en dirección contraria. Muerte, un loco de pueblo, un tonto aporreando su posillo en dirección a nosotros y sin poder espantarlo con un golpe alón de sombrero.

- Y mi mamá me dolía y un día me acerco a su colchón de hojas de mazorca y me dice: “Éste es el salmo negro, el del Cristo negro, el del Salto de mata” Me dijo. Úsalo que yo no lamente en el pueblo de más allá que no te haya ayudado. Un rezo antiguo, secreto, que le había confiado una abuela africana y estaba lleno de tuntunes y de golpes de remo en balsa y grillos chirriantes de las cadenas de esclavos y chischás de serpiente que se arrastra sobre la fronda seca. Pero cristiano, como una monja en un viernes santo, un rezo mío, que salva a los desesperados. Y que por supuesto no le voy a recitar. Por que usted no tiene que saberlo. Eso es para los sucedíos, los amoratados, los que tiene el miembro dormido de tanto llevar vainas, el músculo agotado, el hueso roído, la conciencia inflamada.

- Un señor, como usted, nunca está en esas quebraduras. Yo no tengo obligación de contar nada a los doctores. Un salmo negro, como la noche negra que gobernaba los ojos de mi mama en el saco desierto del abrojo del maiz. Oscuro, mi salmo como la sombra sobre el rincón donde esperaba cierta, impávida, latente mi anciana olvidada. Un salmo no hecho para la blancura de sus linos, ni para el rodrigo de sus encajes, para el vuelo de sus sedas, ni para la luz de sus altares. Salmo negro para los pobres, bendito y orillao, útil no más a los que están en aprietos grandes. No se usa para dificultades tontas, tiene un poder susceptible. Pierde facultad si se le solicita en vanidades. Por eso sólo uno que sufre hasta el borde de lo delicado lo invoca y obra una maravilla tras otra sin cansarse.

- Esto es de cómo perdí un dedo. En el atajo está el peligro. Estaba distraído en un recodo de ese camino falso, falso porque y que me iba a librar de los esfuerzos del camino real. Embebido en las delicias de un placer y seguro de ahorrarme una molestia no escuché la sordina de mis vecinos, de mis congéneres. Yo era peón de arriendo de una finca chiquita, y no me molestaba en guarecerme, ni ocultarme de la amenaza permanente del enrolamiento. Si no era una guerrilla que asaltaba las grande haciendas, venía el gobierno con su recluta, pero no las esperaba yo en una finquita de medio pelo. Sin mayor peonada, sin mayor haber.

- Se acercaba un macheteo, se oía el sonido del acero y la maleza rendirse aérea, en cañas trozadas, en bejucos volátiles, y yo en una troja distraído, hecho un niño de pesebre y llega el servicio de la casa. Y usted, José, que se oculte, que viene ya un sargento con su misión de recolectar hombres para irse a matar a los campos lejos, a matarse y matar. Me vi atollado, encallado, embarajustado, rodeado del contrario. Una lanza, un tiro de chopo, un guiño de estrangulado, ése era mi destino infaltable y en ese momento extremo, recordé mi humilde salmo negro, que me confió mi agónica mama y me encomendé a lo más alto y a lo más sagrado y me dije. Si no es este el momento del desespero, ¿cuál? Y me liberé en pronunciar las palabras memorizadas entre lágrimas de despedidas. Sílabas lujosas, musicales, tensas, articuladas por labios temblorosos, estremecidos del terror.

- Entonces cumplió un prodigio y me vi alzado hasta el techo, a la vez que empequeñecido de mis miembros, de modo que en un abrir y cerrar de ojos estaba colgado de una de las vigas hermanas de la paja, en forma de un racimo de cambures titiaros. Y me imagino que debido a mi temprana juventud, los filamentos de bananas estaban verdipintones e hinchados, como deditos de congo, como hataditos de hojas, bojoticos vegetales, bollos. Yo era un joven sanote y escurridizo, como la miel de un fruto empalagado. Tal era mi apetitosa apariencia. Ya me lo había dicho una querencia.

- Y como la magia obra por asociaciones, por correspndencias, por similitudes, ahí estaba yo pendiendo de un horcón. Oloroso a rafia amarga, incensado de un fogón montuno, deseado, importunado de un enjambre de mosquitos ambiciosos. La tentación.

- Llegó el sargento con sus hombres, levantando el rancho como herido de hambruna, secuestrando la cría, ganado, aves, leñas, se llevaban lo que hallaban y yo mecido de tenebrosos presentimientos en medio del cielo de carrizos ordenados en fila sobre el escenario de aquel saqueo. El sargento canallesco, abrupto, relancino, miserable, detectó mi presencia en el toldo y estirando una mano cruel, y apuntándome con ojos de asombro y de regalía en ciernes, un dos de oros, un gato en la sombra, en la punta de los pies afincado, el espinazo estirado como un verdegay del monte, un gamelote ardido, cogió un banano, torciendo con doloroso giro de muñeca y yo sentí un pellizco quemante y recé porque iba a ser devorado por un patrullero lambucio.

- Así estaba yo, concentrado, silencioso, una mano de titiaros con conciencia, estaba guindando de un pelito y la amputación que me había hecho el militar de marras me ardía como un remordimiento. En el cuerpo, en la mente, usted sabe. Como cuando la culpa nos enferma y nos hecha de sacudones en un catre llorador. ¿Son sentimentalismos míos? ¿O le ha pasado?
-
- Me repuse. Uno nunca debe dejarse de los demás. Ni perder la decisión y a salvarme me propuse, en ese predicamento me encontraba. Salmo negro, rezo negro, de los desesperados. No era ésta una conjunción angustiada, una emboscada de sombras, un mal paso, una confabulación de desgracias. Y volví a rezar mi canto de oscuras resonancias, mi africanía, mi espíritu gaseoso que cobija las chozas en el silencio indígena de los atardeceres y los clavos del mártir y las espinas feroces y los ojos del venado, breve pulso ante el hedor de la bestia y me hice contricciones y me promesé abstenciones, y me visioné Nazareno y me prodigué hincado por Santiagos y vías de empedrado y silicios y vergajazos y ponzoñas..., todas esas me las inflingí y las once mil laceraciones me las administré y las profanaciones más dolorosas me las proporcioné, pues era mi elección salvarme y no perecer de aquel caníbal, que así muerto ni alma qué salvar masticada ya entre dientes congéneres, precipitada se había en las pailas hirvientes del infierno.

- Pero quiso la providencia que aquel hombre no se hallara satisfecho con el sabor de aquel banano y que desprecioso me rechazara y con sabiduría de escaso, con pretensión de quien no debe, con aspaviento de vanidoso, dijo con suficiencia. “Pintones pero todavía jechos” y me dejara quieto, pendón tuberoso en las alturas. Pero salmo mágico al fin, aquel muerto de hambre se hizo harto y no le pluguió apetecer. Miembros cónicos seriales , arracimado y vegetal al alcance de un brazo adulto, instalado en la precariedad de un apuro. De una estadía provisional. Como andan los hombres de cuatrerías, un ratico no más, que no me alcancen.

- Después se dedicaron a quemarlo todo y yo me hice cruces en la mente rogando la oportunidad de escapar. Y perdí conciencia, y caí de mí y me hallé despatarrado en una tabla encarbonado y sanito, pero me faltaba el apéndice que se había tragado el sargento, un dedo menos y un apodo que honrar. Mocho. Ya jamás me he visto en semejante parto, señor. Y doy gracias que no tengo esa urgente coyuntura para usar mi salmo negro y ahorrarme la aflicción.

- ¿Ve usted? Que no debo enseñarle, ni revelarle mi salmo negro. Son sentencias hechas para labios gruesos, son plegarias cortadas del tejido de la divinidad a la medida humilde del desposeído, del menesteroso. Es un milagroso rezo que usted no merece conocer y yo no atino a traspasar. Usted siempre tendrá quien lo defienda. Lo de nosotros es la necesidad. Usted no se verá en atajos, usted es recto, estudiado y si se ve de aprieto “la gran sabiduría blanca” le dirá qué pasos dar. Yo necesito de un conjuro que me responda con el azar, avatar, lo inesperado, lo imprevisto.

- Váyase a su rutina de hombre culto, usted civilizado, señorito, no busque ayudas en mi salmo negro. Ni en mis saberes de vereda. Usted por la calle del medio, como un doctor.