miércoles, 13 de octubre de 2010

CARTA A UN JOVEN QUE SE HA ENGREÍDO


El teatro, como siempre digo, y no sé a quién robé esta máxima, está hecho de cosas exquisitas y de cosas muy burdas. Es un oficio ciertamente macabro que se alimenta básicamente del cuerpo de los actores y tres o cuatro utensilios sacados de su contexto natural y, por otra parte, de ideas. Pero ideas luminosas, ideas sofisticadas, bien expresadas, redondas, afinadas, que ameritan técnica y conciencia del humanismo por parte de un actor, para poder redimir la grosera conformación física de una producción de teatro y poder ser expresadas con nobleza, o por lo menos con dignidad.

Una puesta en escena es un balance, un diagnóstico, un despeje de una ecuación, de términos toscos, materiales, corpóreos, atados al suelo por su concreción y su ausencia de coherencia sobre el entablado de una escena. Y así mismo de contenidos elevados, de abstracciones, moralidades (las inmoralidades también tienen moralejas), sugerencias inteligentes, un discurso “verdadero” en el sentido que da Focault a ese valor en la elaboración de comunicaciones entre humanos.

A su edad ya debe distinguir dónde están los verdaderos contenidos, los verdaderos valores del teatro que nos rodea, el que nos ha tocado en suertes, el que supuestamente estamos en precaria y absoluta necesidad de hacer. Si usted detecta otra fórmula para exorcisar la materialidad del teatro que no sea la de la mística, la del trabajo honesto, la de la consagración a una existencia superior, usted es o un genio o un imbécil. Pues hallará que los efectos y complacencias con que nos enfrentemos al público no sustituirán jamás, al menos después de los cinco minutos de asombro del truco teatral, una palabra bien empleada y un mensaje bien articulado. Un teatro que se complace en su propia necedad, en su propia falta de calidad, en su pobreza de ideas y en su capacidad para guiñar ojos y acomadrarse con un público lamentable, es un teatro apagado, no se diferencia del más barato astracán o comedia de bulevar, al que por ética deberíamos rechazar.

Pero no estoy hablando de ética. En este medio la última ética se asfixió por inmersión entre la conveniencia política y el apetito monetario. Un director no es el que mueve a los actores y que los obliga a decir los parlamentos a tiempo y en una forma más o menos inteligible, no es el disciplinador y tampoco el animador. Un director es un autor de la escena y como tal tiene que acercarse a ideas, a conceptos, a contenidos. Nunca refocilarse en la terrenalidad, en su carencia , en la oscuridad de un texto insulso.

Sin ánimos de invitarle a ubicarse en una torre de marfil de información y cultura, de todos modos hay que decirle que los trámites con el grotesco iniciados y a su vez superados por Alfred Jarry en su momento, entre nosotros y en la actualidad no son más que una abstracción lamentable, masturbatoria, desacertadas y justificadas por una ramplona y pueril experimentalidad.

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